Puta burocracia. Puta pantomima burocrática. “No esperes que me suelte de tu mano, ni que deje de escribirte”. Vaya despedida la nuestra. Claro que, pensándolo dos veces, el asunto desprende humor negro por los cuatro costados. Leyes que cambian, que pretenden corregir defectos de forma; presupuestos que, aunque aprobados, no llegan nunca a escapar del papel que los contiene.
Y leyes inamovibles, como las que describen la física; las mismas que hace escasos segundos acaban de convertir en longanizas de plastilina los dedos de mi mano derecha en el impacto contra el guardarraíl. Zas. Segundas falanges convertidas en falanges y media, guillotinadas en mili segundos tanto por la ley de conservación de la cantidad de movimiento como por la ley de conservación de la estupidez humana. Tres décadas le recuerdo a mi padre aquello de “esas vallas de protección las carga el diablo” y ahí siguen en pie, para deleite de corredores de seguros y cirujanos plásticos.
¿Cuánto hace que te prometí no rendirme? ¿Si acaso cuarenta y dos minutos de reloj? Y ahora, heme aquí, diecisiete curvas y cuarto después, con una parte de la piel rastrillada por el asfalto, y la otra parte apelmazada en milésimas de segundo como tan sólo los años son capaces de apelmazar el algodón de un jersey.
Se me escapan dos sonrisas. La primera, al imaginarme a la algoritmia de mi reloj trabajando a destajo: “¿qué coño has estado haciendo entre las 19h23 y las 19h58? Habíamos quedado en que practicarías deporte de forma moderada, y vas y te marcas una frecuencia cardíaca por encima de las 200 ppm durante más de treinta minutos. ¿Es que estás gilipollas?!?!? Si te has marcado alguna bromita de colegial y le has plantado el pulsómetro a un conejo de campo házmelo saber, que tener a medio equipo de analistas digitales intentando descifrar esto me va a reventar el presupuesto”.
La segunda sonrisa ha sido al pensar que si un par de gotas de lluvia, saliva o semen son capaces de convertir el móvil en un objeto incapaz de acatar una orden más allá de subir o bajar el volumen, ¿qué no serán capaces de hacer el chorro de sangre que brota en estos instantes de mi mano derecha? Órdago a la grande a que algún subnormal de Apple tiene la patente para que el sensor de huellas dactilares te mida el nivel de azúcar en sangre.
Aún cuando mi cuerpo reposa sobre el suelo, siento el mismo vértigo de quien se desploma por un barranco. Al intentar ejecutar alguno de los trucos aprendidos durante las noches de borrachera universitaria – agarrar el cabecero de la cama, apoyar la palma de la mano sobre el suelo – una sacudida eléctrica digna del mismísimo Pikachu agota de un estacazo las reservas naturales de opiáceos que me quedaban. Por primera vez en la vida pensar es la opción menos dolorosa.
Si esto fuese una película de ficción un zumbido de hélices anunciaría la pronta llegada de un drone con la habilidad de frenar mis múltiples hemorragias y la capacidad para transportarme al centro de primeros auxilios más cercano (si bien un helicóptero de toda la vida de dios cubre también las necesidades del guión, éste carece de salvoconducto a las grandes productoras de Hollywood). Si esto fuese el presente prometido por las grandes tecnológicas desde hace lustros el sistema de radar car2car que todas las Yamaha traen de serie habría automáticamente establecido el protocolo de comunicación de emergencia – coordenadas geográficas, tipo de sangre, lengua materna, así como un informe periódico de constantes vitales tales como pulso, presión sanguínea, temperatura corporal, presión de la córnea o tamaño de la erección – en el mismo instante en el que se produjo la fuerte desaceleración del vehículo. Si esto fuese un presente distinto al de una Alemania que aún te obsequia unidosis de leche para el café con publicidad porno, vender mi alma digital – albergo la vaga esperanza de que la analógica no fuese parte de la letra pequeña – al mejor postor habría servido para algo más que para tragaperrizar mi navegador de Internet.
No te voy a hacer caso. No me voy a hacer caso. Dije que no me rendiría nunca, que seguiría agarrado a ese nuestro trozo de madera cualesquiera que fuesen las circunstancias. “Aunque sólo tuviese dos dedos” llegué a decir. Los dos yacíamos boca arriba sobre la tierra volcánica – sobre el mismo material con el que acabo de tatuarme un accidente de tráfico en medio cuerpo –, arrojando sueños al aire con tal fuerza (y aún mayor ingenuidad) que éstos parecían quedar impresos en el tejido de estrellas enanas que nos observaban, enanas rojas y marrones tan cegadoras como las gigantes azules o las naranjas, invadidos los dos por un halo tal de esperanza que éramos incapaces de ver que todos aquellos cuerpos celestes no pretendían revelar nuestros sueños sino desvelárnoslos.
Ha sido el recordarte a ti, tan feminazi, soltándome de repente ese “yo soy cuando soy tuya” lo que me ha provocado la primera carcajada; una carcajada que se ha corrido como la pólvora por toda la piel, y que me ha hecho entrar en un bucle de risa sin mesura; una antojadiza falta de mesura capaz de desproveerme de sentido común – y hasta de los reflejos más básicos – en el momento de encarar los últimos metros de carretera. Risas. Falta de mesura. Y el fogonazo de luz proveniente del móvil. Un mensaje. Un último mensaje. Moriría por ver ese último mensaje. Pero es obvio que a nadie en las instalaciones de Apple, Samsung, Google o Huawei se le habrá ocurrido que 80 kilos de carne picada quisieran tener acceso a un mensaje de texto en el móvil.
Espera, espera, un momento: ¿¡¿¡¿¡he dicho Google?!?!?!? ¡¡¡Mierda, mierda, mierda!!! No lo he dicho; ¡tan sólo lo he pensado! Joder, Google, eres brillante, ¡eres el puto CRACK! No se te escapa ni un use case, ¡joder! Son cosas como éstas las que hacen que no me importe que sepas mejor que yo cuánto tiempo me lleva cagar, bien sea en casa, en una venta de carretera o en la oficina.
Ok Google, léeme el último mensaje... ¿Ok Google? ¿Google? ¿Dónde coño estás, Google de los cojones? ¿¡¿¡¿¡Dónde estáis tú y tu puto equipo que lleva medio año trabajando para ayudarme?!?!? No quiero que me salves la vida, joder. Tan sólo quiero que me leas un PUTO mensaje. Mierda puta, Google. ¿Quieres que te grite? ¿¡¿¡¿¡Dices que no me entiendes?!?!? Tengo la boca oxidada de sangre y la protección frontal del casco hundida en la mandíbula, ¿¡¿¡¿¡y me pides que te hable más fuerte, me sueltas en tono socarrón que con la boca llena no se habla?!??! VETE A LA PUTA MIERDA, Google. CON TANTA COOKIE Y AÚN NO SABES LEER LA PUTA MENTE